Por Julia Laite
Traducción de Cesar Tisocco (integrante Red por el Reconocimiento del Trabajo Sexual)
Suelo decir que investigar sobre prostitución me
hace más una historiadora del trabajo que una historiadora de la sexualidad. A
pesar de que las mujeres que vendían sexo en el pasado eran agrupadas en las
mismas categorías que los homosexuales y otras actividades percibidas como
desviaciones sexuales, ellas conectaban sus acciones no con su sexualidad sino
con su trabajo.
Trabajadores sexuales celebran y
protestan en el 10º día Internacional por los Derechos de las Trabajadoras
Sexuales, 2011 (imagen: feministe.us)
También solían verse como grupo de trabajadoras. Contamos
con evidencia de identidades colectivas y asociaciones de trabajo entre
prostitutas en el siglo XIX: un ejemplo notable son las docenas de mujeres que
marcharon por las calles de Aldershot golpeando ollas y sartenes en protesta
por el cierre de burdeles. Para la década de los 50 del siglo XX, la organización
de algunas prostitutas en Londres equivalía a lo que la socióloga Rosalind
Wilkinson llamó “estatus gremial”. Esta investigación sociológica temprana
reveló los comienzos de lo que se convertiría en un poderoso movimiento por los derechos de las
trabajadoras sexuales. Para la década del
70, prostitutas en Francia, Estados
Unidos y Gran Bretaña (para nombrar solo algunos países) se estaban organizando y protestando por
protección y derechos laborales.
En el siglo XXI, muchas mujeres que venden sexo
eligen llamar a su actividad “trabajo sexual” y autodenominarse “trabajadoras
sexuales”. Esto puede tener significados diferentes para distintas mujeres.
Para algunas, reconoce su trabajo como algo normal, necesario y respetable.
Para otras, sirve para diferenciar su trabajo sexual de sus propias
sexualidades. Y otras lo usan para insistir en que el trabajo sexual debe ser
considerado como cualquier otro trabajo: un trabajo en el que pueden ser
explotadas o no explotadas, que pueden elegir o no elegir.
Como historiadora, uso los términos “trabajo
sexual” y “mujeres que vendían sexo” para evitar el anacronismo, pero reconozco
de forma explícita que para la mayoría de las mujeres que vendían sexo en el
pasado, la prostitución era un trabajo. Debe analizarse tanto como historia del
trabajo que historia de la sexualidad. De hecho, si quisiéramos pensar en la
prostitución en términos de historia de la sexualidad, deberíamos mirar más a
los hombres que la consumen que a las mujeres que la ejercen. Hasta el momento,
hay una ofensiva escasez de estudios históricos (o contemporáneos) sobre las
numerosas personas que participan en el sexo comercial.
Como historiadora y feminista, soy consciente de
las batallas que se generan en torno al término “trabajo sexual”. Algunas feministas insisten en usar
el término “mujer prostituida”,
implicando que ninguna mujer elegiría
vender sexo. De hecho, uno de los “hechos” que más escucho de estudiantes y
personas comunes cuando se enteran de mi investigación sobre prostitución como
un trabajo de las mujeres, es que “ninguna niña dice que quiere ser prostituta
cuando crezca”. Dejando de lado todos los argumentos en contra de esta
afirmación, tampoco ninguna niña dice que quiere limpiar baños cuando crezca.
El mundo, antes y ahora, está lleno de gente que no
han elegido sus trabajos. Las mujeres que vendían sexo en el pasado lo hacían
como reacción en contra de otras elecciones laborales mal pagas, arduas y
humillantes en las que eran explotadas y debido a la falta crucial de apoyo
social. Varios estudios de fines del siglo
XIX descubrieron que hasta la mitad de las mujeres que vendían sexo en Gran
Bretaña habían sido empleadas domésticas,
y que la mayoría había odiado tanto ese trabajo que lo habían dejado
voluntariamente. “¿Qué me van a dar si dejo esto: un trabajo en una lavandería
por dos libras a la semana, cuando puedo fácilmente ganar veinte?” le preguntó
una prostituta a una agente de policía en la década de 1920. “Prefiero morir
que volver al servicio doméstico”, le dijo otra a la periodista Mary Chesterton
en 1935.
La difícil verdad es que los testimonios históricos
de prostitutas, así como del presente, proveen amplia evidencia de que las
mujeres sí eligen el trabajo sexual en condiciones económicas precarias y
alternativas laborales terribles. Quizás debido a esto nos cuesta tanto
imaginar a la prostitución como un trabajo y tomar en serio las organizaciones
de trabajadoras sexuales. Requiere un reconocimiento de que el trabajo sexual
está profundamente conectado con la explotación de la economía capitalista de
la que todos somos parte. Como George Bernard Shaw escribió
en 1912, durante la campaña en contra de la explotación sexual comercial de
niñas o “trata de blancas”:
Los salarios de la prostitución
están cosidos en sus ojales y en sus blusas, pegados en sus cajas de fósforos y
en sus cajas de alfileres, rellenados en sus colchones, mezclados con la
pintura de sus paredes y atascados en sus canillas. El mismo barniz de su
tinaja y de su taza de té tiene el veneno de plomo que se le ofrece a la mujer
decente como recompensa por su trabajo honesto.
En todo caso, las palabras de Shaw suenan más
verdaderas hoy, a la luz de nuestra economía global cada vez más perversa,
donde el trabajo doméstico, agrícola e industrial barato y mal regulado son
vistos como cruciales para satisfacer las demandas crecientes de opulencia y
comodidad.
“Los sueldos de la
prostitución están cosidos en sus ojales’ (‘No Home Life for them’, The
Sweated Industries Exhibition, Richard Mudie-Smith, 1906 (Museum of London)
Por lo tanto, en este día internacional de los
trabajadores, sugiero que deberíamos pensar en cómo el trabajo sexual está
relacionado con los trabajos no remunerados o mal pagos que mujeres (y también
hombres, aunque en menor medida, pero no por eso menos importante) realizan
para sostener la economía capitalista mundial en condiciones de explotación. Y
en lugar de tratar de separar la prostitución del trabajo, deberíamos pensar en
cómo nuestra demanda de bienes y servicios lícitos está enredada con la
economía ilícita y sexual y en cómo somos cómplices en la mucho más extendida
explotación laboral.
Julia Laite es
profesora de historia británica moderna y de género en Birkbeck, University of
London. Está interesada en la historia de las mujeres, del género, la
sexualidad, el crimen, la migración y la prostitución. Su primer libro, Common Prostitutes and Ordinary
Citizens: Commercial Sex in London, 1885-1960 fue publicado por
Palgrave Macmillan en 2011. Actualmente está estudiando tráfico y migración de
mujeres a comienzos del siglo XX.
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